Perdida o sustitución de valores (Houellebecq, Michel - Las particulas elementales)
Las historias coherentes de Griffiths se introdujeron en 1984 para reunir las medidas cuánticas en narraciones verosímiles. Una historia de Griffiths se construye a partir de una serie de medidas tomadas más o menos al azar en momentos diferentes. Cada medida expresa que una determinada cantidad física, diferente de una medida a otra, se encuentra comprendida, en un momento dado, dentro de una determinada escala de valores. Por ejemplo, en el momento t1, un electrón tiene cierta velocidad, determinada con una aproximación que depende del modo de medida; en el momento t2, el electrón está situado en cierto sector del espacio; en el momento t3, tiene cierto valor de espín. A partir de un subconjunto de medidas se puede definir una historia, lógicamente coherente, de la que en cambio no puede afirmarse que sea verdadera.; simplemente, puede sostenerse sin contradicción. Entre las historias del mundo que son posibles en un marco experimental determinado, algunas pueden reescribirse en la forma normalizada de Griffiths; se llaman, entonces, historias coherentes de Griffiths, y en ellas es como si el mundo se compusiera de objetos aislados, dotados de propiedades intrínsecas y estables. No obstante, el número de historias coherentes de Griffiths que pueden reescribirse a partir de una serie de medidas es, por lo general, bastante superior a 1. Tú tienes conciencia de tu yo; esta conciencia te permite emitir una hipótesis: la historia que eres capaz de reconstruir a partir de tus propios recuerdos es una historia coherente, que justifica el principio de narración unívoca. Como individuo aislado, empeñado en existir durante cierto lapso de tiempo, sometido a una ontología de objetos y propiedades, no te cabe la menor duda sobre este punto: se te puede asociar, necesariamente, una historia coherente de Griffiths. Esta hipótesis a priori te sirve para la vida real, pero no para el mundo de los sueños.
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El universo humano —empezaba a darse cuenta— era decepcionante, lleno de angustia y de amargura. Las ecuaciones matemáticas le daban una íntima y serena alegría. Avanzaba en penumbra, y de pronto encontraba una salida. Con unas cuantas fórmulas, con unas cuantas factorizaciones audaces, se elevaba a un nivel de luminosa serenidad. La primera ecuación de la demostración era la más emocionante, porque la verdad que revoloteaba a media distancia era todavía incierta; la última ecuación era la más deslumbrante, la más alegre.
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La posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro
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Bruno se calló bruscamente. Al cabo de unos minutos Michel se levantó, abrió la puerta del balcón y salió a respirar el aire nocturno.
La mayoría de la gente que conocía había llevado una vida semejante a la de Bruno. Dejando aparte ciertos sectores de muy alto nivel, como la publicidad o la moda, es relativamente fácil que a uno lo acepten físicamente en el sector profesional, los dress codes son limitados e implícitos. Después de unos años de trabajo el deseo sexual desaparece, la gente se concentra en la gastronomía y el vino; algunos de sus colegas, mucho más jóvenes que él, ya habían empezado a formar una bodega. No era el caso de Bruno, que no había dicho nada sobre el vino, un Vieuz Papes a 11,95 francos. Medio olvidando la presencia de su hermano, Michel se apoyó en la barandilla y echó una ojeada a los edificios. Ya había caído la noche; casi todas las luces estaban apagadas. Era la última noche del fin de semana del 15 de agosto. Volvió junto a Bruno, se sentó a su lado; sus rodillas se rozaban. ¿Se podía considerar a Bruno como un individuo? La putrefacción de sus órganos era cosa suya, iba a conocer la decadencia física y la muerte a título personal. Por otra parte, su visión hedonista de la vida, los campos de fuerzas que estructuraban su conciencia y sus deseos pertenecían al conjunto de su generación. Al igual que la instalación de una preparación experimental y la elección de uno o más factores observables permiten asignar a un sistema atómico un comportamiento determinado —ya sea corpuscular, ya sea ondulatorio—, Bruno podía aparecer como individuo, pero desde otro punto de vista sólo era el elemento pasivo del desarrollo de un movimiento histórico. Sus motivaciones, sus valores, sus deseos: nada de eso lo distinguía, por poco que fuese, de sus contemporáneos. Por lo general, la primera reacción de un animal frustrado es intentar alcanzar su objetivo con más fuerza que antes. Por ejemplo, una gallina hambrienta (Gallus domesticus) a la que un cercado de alambre le impide llegar a la comida, hará unos esfuerzos cada vez más frenéticos para atravesar el cercado. Sin embargo otro comportamiento, sin objetivo aparente, sustituirá poco a poco al primero. Las palomas (Columba livia) picotean el suelo sin parar cuando no pueden conseguir el codiciado alimento, aunque en el suelo no haya nada comestible. Y no sólo picotean de ese modo indiscriminado, sino que a menudo se alisan las plumas; esa conducta tan fuera de lugar, frecuente en las situaciones que implican frustración o conflicto, se llama conducta sustitutiva. A principios de 1986, poco después de cumplir treinta años, Bruno empezó a escribir.
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»Los testimonios sobre David terminaban ahí. La policía había interceptado por casualidad el máster de un vídeo de tortura, pero lo más probable es que alguien hubiera avisado a David; en cualquier caso, había conseguido huir a tiempo. Daniel Macmillan llegaba entonces a su tesis. Lo que establecía claramente en su libro es que los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias, no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En ese sentido, los serial killers de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por los accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertarios integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido, Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico; y David di Meola no había hecho otra cosa que prolongar y poner en práctica los valores de liberación individual que predicaba su padre. Macmillan pertenecía al partido conservador, y algunas de sus diatribas contra la libertad individual hicieron rechinar dientes en el seno de su propio partido; pero su libro causó un impacto considerable. Enriquecido gracias a los derechos de autor, Macmillan se dedicó en cuerpo y alma a la política; al año siguiente fue elegido en la Cámara de Representantes.
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»Los testimonios sobre David terminaban ahí. La policía había interceptado por casualidad el máster de un vídeo de tortura, pero lo más probable es que alguien hubiera avisado a David; en cualquier caso, había conseguido huir a tiempo. Daniel Macmillan llegaba entonces a su tesis. Lo que establecía claramente en su libro es que los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias, no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En ese sentido, los serial killers de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por los accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertarios integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido, Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico; y David di Meola no había hecho otra cosa que prolongar y poner en práctica los valores de liberación individual que predicaba su padre. Macmillan pertenecía al partido conservador, y algunas de sus diatribas contra la libertad individual hicieron rechinar dientes en el seno de su propio partido; pero su libro causó un impacto considerable. Enriquecido gracias a los derechos de autor, Macmillan se dedicó en cuerpo y alma a la política; al año siguiente fue elegido en la Cámara de Representantes.
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La carta le llegó a Michel en plena crisis de desaliento teórico. Según la hipótesis de Margenau, la conciencia individual se podía comparar a un campo de probabilidades en un espacio de Fock, definido como suma directa de espacios de Hilbert. En principio, este espacio podía construirse a partir de los acontecimientos electrónicos elementales que tienen lugar en las micrositas sinápticas. Por lo tanto, el comportamiento normal era como una deformación elástica del campo, el acto libre como un desgarramiento: pero ¿en qué topología? No era en absoluto evidente que la topología natural de los espacios hilbertianos permitiera dar cuenta de la aparición del acto libre; ni siquiera estaba seguro de que fuera posible plantear el problema actualmente, salvo en términos exageradamente metafóricos. Sin embargo, Michel estaba convencido de que era indispensable un nuevo marco conceptual. Todas las noches, antes de apagar su ordenador, hacía una búsqueda en Internet para ver los resultados experimentales publicados en la jornada. Los leía a la mañana siguiente, comprobaba que los centros de investigación de todo el mundo parecían avanzar cada vez más a ciegas, con un empirismo carente de sentido. Ningún resultado permitía llegar a la menor conclusión, ni siquiera formular una mínima hipótesis teórica. La conciencia individual aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje. Con su finalismo inconsciente, los darwinianos hacían hincapié, como de costumbre, en las hipotéticas ventajas selectivas relacionadas con su aparición, y como de costumbre eso no explicaba nada, era sólo una amable reconstrucción mítica; pero el principio antrópico no era más convincente. El mundo se había regalado un ojo capaz de contemplarlo, un cerebro capaz de comprenderlo; sí, ¿y qué? Eso no aportaba nada a la comprensión del fenómeno. En lagartos poco especializados como el Lacerta agilis se había podido detectar una conciencia de sí, ausente en los nematodos; seguramente implicaba la presencia de un sistema nervioso central y algo más. Ese algo seguía siendo absolutamente misterioso; no parecía que la aparición de la conciencia pudiera relacionarse con ningún antecedente anatómico, bioquímico o celular; era desalentador.
¿Qué habría hecho Heisenberg? ¿Qué habría hecho Niels Bohr? Distanciarse, reflexionar; pasear por el campo, escuchar música. Lo nuevo nunca surgía por simple interpolación de lo antiguo; las informaciones se sumaban a las informaciones como puñados de arena, definidas de antemano en su naturaleza por el marco conceptual que delimita el campo experimental; ahora, más que nunca, necesitaban un nuevo punto de vista.
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Ella le acompañó a la estación. Caía la noche, eran casi las seis. Se detuvieron en el puente que cruzaba el Grand Morin. Había plantas acuáticas, castaños y sauces; el agua era verde y tranquila. A Corot le gustaba ese paisaje, lo había pintado muchas veces. Un viejo inmóvil en su jardín parecía un espantapájaros. —Ahora estamos en el mismo punto —dijo Annabelle—. A la misma distancia de la muerte.
Se subió al estribo para besar a Michel en las mejillas justo antes de que arrancara el tren. «Volveremos a vernos», dijo él. Ella contestó: «Sí.»
Annabelle le invitó a cenar el sábado siguiente. Vivía en un pequeño estudio en la rue Legendre. El espacio estaba escrupulosamente calculado, pero reinaba una atmósfera cálida; el techo y las paredes estaban revestidos de madera oscura, como en la cabina de un barco. —Vivo aquí desde hace ocho años —dijo ella—. Me mudé cuando aprobé las oposiciones a la biblioteca. Antes trabajaba en la primera cadena de televisión, en el servicio de coproducciones. Estaba harta, no me gustaba el medio. Al cambiar de trabajo me quedé con la tercera parte de sueldo, pero es mejor. Estoy en la biblioteca municipal del distrito XVII, en la sección infantil.
Había hecho curry de cordero y lentejas indias. Michel habló poco durante la cena. Le preguntó a Annabelle cosas sobre su familia. Su hermano mayor se había hecho cargo de la empresa paterna. Se había casado, había tenido tres hijos; un niño y dos niñas. Por desgracia, la empresa tenía problemas, la competencia en el campo de la óptica de precisión se había vuelto muy dura, había tenido que declararse en quiebra varias veces; se consolaba bebiendo pastis y votando a Le Pen. Su hermano pequeño había entrado en la sección de marketing de L’Oreal; hacía poco que le habían destinado a Estados Unidos como jefe de la sección de marketing en Norteamérica; le veían bastante poco. Estaba divorciado y no tenía hijos. Dos destinos diferentes, pero casi igualmente sintomáticos.
—No he tenido una vida feliz —dijo Annabelle—. Creo que le concedía demasiada importancia al amor. Me entregaba con demasiada facilidad, los hombres me dejaban tirada en cuanto conseguían lo que querían, y yo lo pasaba mal. Los hombres no hacen el amor porque estén enamorados, sino porque están excitados; me hicieron falta años para comprender un hecho tan obvio y tan simple. Toda la gente que me rodeaba vivía así, me movía en un medio liberado; pero no sentía el menor placer provocando o seduciendo. Hasta la sexualidad terminó asqueándome; ya no soportaba sus sonrisas de triunfo cuando me quitaba el vestido, sus caras de idiota cuando se corrían, y menos aún sus groserías una vez acabado el acto. Eran despreciables, pusilánimes y pretenciosos. Al final resulta penoso que te consideren ganado intercambiable, aunque a mí me considerasen una buena pieza por ser estéticamente irreprochable y se sintieran orgullosos de llevarme a un restaurante. Sólo una vez creí que la cosa iba en serio y me fui a vivir con un tipo. Era actor, tenía un físico muy interesante, pero no conseguía abrirse camino; y era sobre todo yo la que pagaba las facturas del apartamento. Vivimos dos años juntos, me quedé embarazada. Él me pidió que abortara. Lo hice, pero al volver del hospital supe que se había acabado todo. Me separé de él esa misma noche y me instalé durante cierto tiempo en un hotel. Tenía treinta años, era mi segundo aborto y estaba completamente harta. Era en 1988, todo el mundo empezaba a ser consciente de los peligros del sida; yo lo viví como una liberación. Me había acostado con docenas de hombres y ninguno merecía que lo recordase. Hoy pensamos que hay una época de la vida en la que uno sale y se divierte; después aparece la imagen de la muerte. Todos los hombres que he conocido tenían terror a envejecer, no paraban de pensar en su edad. Esa obsesión por la edad empieza muy pronto, la he visto en gente de veinticinco años, y luego no hace más que empeorar. Decidí parar, dejar el juego. Llevo una vida tranquila, sin alegría. Por las noches leo, me hago infusiones, bebidas calientes.
Todos los fines de semana voy a casa de mis padres, paso mucho tiempo con mi sobrino y mis sobrinas. Cierto que necesito un hombre, que a veces tengo miedo de noche y que me cuesta trabajo dormirme. Están los tranquilizantes, los somníferos; pero eso no basta del todo. En realidad, me gustaría que la vida pasara muy deprisa. Michel guardó silencio; no estaba sorprendido. La mayoría de las mujeres tienen una adolescencia exaltada, se interesan mucho por los chicos y el sexo; poco a poco se cansan, tienen cada vez menos ganas de abrir las piernas, de curvar la espalda y presentar el culo; buscan una relación tierna que no encuentran, una pasión que ya no son realmente capaces de sentir; entonces empiezan para ellas los años difíciles.
Una vez abierto, el sofá cama ocupaba casi todo el espacio disponible. —Es la primera vez que lo utilizo —dijo ella. Se acostaron uno junto al otro, y se abrazaron.
—Hace mucho tiempo que no tomo anticonceptivos, y no tengo preservativos en casa. ¿Tienes tú?
—No... —La idea le hizo sonreír.
—¿Quieres que te lo haga con la boca?
Él lo pensó un momento y al final dijo que sí. Era agradable, pero el placer no era muy intenso (en el fondo nunca lo había sido; el placer sexual, tan agudo para algunos, para otros es moderado y casi insignificante; ¿es una cuestión de educación, de conexiones neuronales o de qué?). Esta felación era, sobre todo, conmovedora: era el símbolo del reencuentro y de su destino interrumpido. Pero luego fue maravilloso abrazar a Annabelle cuando se dio la vuelta para dormir. Tenía un cuerpo flexible y suave, tibio e indefinidamente liso; una cintura muy fina, caderas anchas, senos pequeños y firmes. El deslizó una pierna entre las de ella, puso las manos en su vientre y en sus senos; en aquella dulzura, aquella calidez, se sentía al principio del mundo. Se durmió casi inmediatamente.
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Lo primero que vio fue a un hombre, una zona vestida del espacio; sólo su cara estaba al descubierto. En el centro de la cara brillaban los ojos; la expresión era difícil de descifrar. Frente a él había un espejo. Al mirar por primera vez en el espejo, el hombre había tenido la impresión de caer al vacío. Pero se había sentado y había considerado su imagen en sí misma, como una forma mental independiente, comunicable a los demás; al cabo de un minuto, sintió una indiferencia relativa. Pero si volvía la cabeza unos segundos, tenía que empezar de cero; tenía que destruir otra vez, penosamente, ese sentimiento de identificación con su propia imagen, como si adaptara la vista a un objeto cercano. El yo es una neurosis intermitente, y al hombre le faltaba mucho para estar curado.
Después, vio una pared blanca en cuyo interior se formaban letras.
Poco a poco las letras cobraron densidad, componiendo en la pared un bajorrelieve en movimiento que latía con una pulsación repugnante. Primero se formó la palabra «PAZ», luego la palabra «GUERRA»; luego otra vez la palabra «PAZ». Después el fenómeno cesó de repente; la superficie de la pared volvió a ser lisa. El aire se convirtió en líquido y lo atravesó una ola; el sol era enorme y amarillo. Vio el lugar donde se formaba la raíz del tiempo. Esta raíz extendía sus prolongaciones por todo el universo: zarcillos nudosos cerca del centro, pegajosos y frescos en los extremos. Esos zarcillos encerraban, aprisionaban y aglutinaban las zonas del espacio.
Vio el cerebro del hombre muerto, zona del espacio, conteniendo el espacio.
Por último vio el conglomerado mental del espacio, y su contrario. Vio el conflicto mental que estructuraba el espacio, y su desaparición. Vio el espacio como una línea muy fina que separaba dos esferas. En la primera esfera estaba el ser y la separación; en la segunda esfera estaba el no ser y la desaparición individual. Tranquilamente, sin dudarlo, se dio la vuelta y se dirigió hacia la segunda esfera.
Soltó a Annabelle y se sentó en la cama. Ella respiraba con regularidad a su lado. Tenía un despertador Sony en forma de cubo que marcaba las 03.37. ¿Podría volver a dormirse? Tenía que hacerlo. Y había cogido los Xanax.
A la mañana siguiente, ella le preparó un café; para ella hizo té y tostadas. Era un hermoso día, aunque ya empezaba a hacer frío. Ella miró el cuerpo desnudo de Michel, extrañamente adolescente en su persistente delgadez. Tenían cuarenta años y era difícil creerlo. Sin embargo, ella ya no podía tener hijos sin correr serios riesgos de que nacieran con malformaciones genéticas; la potencia viril de él había disminuido mucho. Para los intereses de la especie eran dos individuos que envejecían, de mediocre valor genético. Ella había vivido: había tomado coca, había participado en orgías, había dormido en hoteles de lujo. Situada, por su belleza, en el epicentro de aquel movimiento de liberación de las costumbres que había caracterizado su juventud, lo había sufrido especialmente; y en definitiva casi se había dejado la vida en ello. Él, situado por indiferencia en la periferia de ese movimiento, de la vida humana, de todo, sólo había sido rozado superficialmente; se había conformado con ser un fiel cliente del Monoprix de su barrio y coordinar investigaciones en biología molecular. Estas existencias tan distintas habían dejado pocas huellas en sus cuerpos separados; pero la propia vida había llevado a cabo su obra de destrucción, había endeudado lentamente la capacidad reproductiva de sus células. Mamíferos inteligentes, que podrían haberse amado, se contemplaban en la gran luminosidad de aquella mañana de otoño. —Sé que es muy tarde —dijo ella—. Pero quiero intentarlo. Todavía tengo el bonotrén del año escolar setenta y cuatro–setenta y cinco, el último año que fuimos juntos al liceo. Cada vez que lo miro me dan ganas de llorar. No entiendo cómo las cosas se han jodido hasta este punto. No consigo aceptarlo.
En mitad del suicidio occidental, estaba claro que no tenían ninguna oportunidad. Sin embargo, siguieron viéndose una o dos veces por semana. Annabelle fue al ginecólogo y volvió a tomar la píldora. Él conseguía penetrarla, pero lo que más le gustaba era dormir a su lado, sentir su carne viva. Una noche soñó con un parque de atracciones en Rouen, en la orilla derecha del Sena. Una gran noria casi vacía giraba en un cielo lívido, dominando las siluetas de cargueros varados, con la estructura metálica roída por el óxido. El caminaba entre barracones de colores chillones y apagados a la vez; un viento glacial, cargado de lluvia, le azotaba el rostro. En el momento en que llegaba a la salida del parque lo atacaban unos jóvenes con ropa de cuero, armados con navajas de afeitar. Después de encarnizarse con él unos minutos, le dejaban irse. Le sangraban los ojos, sabía que iba a quedarse ciego para siempre, y tenía la mano derecha casi seccionada; sin embargo también sabía, a pesar de la sangre y el dolor, que Annabelle seguiría a su lado y lo rodearía eternamente de su amor.
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